lunes, 23 de enero de 2012

En su casa.

Y salgo de ese lugar,  ese lugar a donde me invitas cuando ella está ausente. Camino, pienso, y vuelve el miedo, yo sé que en cada encuentro no sabemos si nos volvemos a ver, o si ya no nos veremos nunca,  en un mes, seis meses, tres días, un año, que importa, ya cuando veo los ojos castaños dueños de cosas que yo no conozco no importa el tiempo.  Y tú crees que yo no me daba cuenta, claro que me daba cuenta, le dedicabas poemas a la dueña de ese techo en el que duermes, pero esos poemas no los escribías para ella, los escribías para la chica de cabello largo y ojos rasgados que te escondía bajo la cama cuando llegaba algún invasor de ese mundo tan extraño y profundo que ambos construyeron y que yo nunca entendí, nunca vi, siempre tuve celos de ese mundo que luego ella despreció, dejó tus pedazos, dejo unos ojos tristes que fumaban para morir con ella, pero ahora fuman para morir solos. Yo sé muchas cosas, pero siempre guardo silencio  porque tú nunca guardaste un pedazo para mí, ocupabas la casa, la llenabas a ella de risas aunque en realidad tu verdadera casa estaba en otra mirada oscura, delgada, lánguida, en un país muy lejano en avión.

Y yo siempre entraba al museo, contemplaba tus pinturas, esculturas de ojos lúgubres y domésticos que fueron apagando esa pasión que llevabas cuando yo te admiraba y percibía cada movimiento hermoso de tus labios, de tus brazos que se enroscaban alrededor de tu rostro cuando te apoyabas en el pupitre para quedarte dormido en clase de química. Siempre observaba, pero nunca era parte de la pintura que usabas, no era el lienzo ni las formas que dibujabas, soy una compañera ocasional que se sienta a tu lado mientras pintas, y a veces me sonríes y me besas y confundes las pinturas con mi piel y retratas universos, galaxias, pero siempre fuera del cuadro, siempre al final volvías al cuadro sin mí, y yo me quedaba con una sonrisa taciturna, contemplándote, manchada de rojos, amarillos y púrpuras tristes.

Insisto en alejarme, pero vuelves, siempre vuelves y yo estúpida no aguanto tus ojos mirando mi espalda y me doy la vuelta, corro y te abrazo como si no nos hubiésemos visto en años, siglos, y voy a esa casa de ustedes, que solo es de ella cuando yo me recuesto en su cama, pero es de ustedes cuando me voy. Camino al bus e imagino que la llamas al teléfono, hablan como dos enamorados, se encuentran en la noche y sé que le dices las mismas malditas cosas, en el mismo maldito lecho, con la misma maldita canción de fondo, con el mismo maldito tono de voz dulce; Como si yo nunca hubiese estado, no hay ausencia mía, pero sí hay ausencia tuya…Y duele tanto.





lunes, 16 de enero de 2012

Momento de eternidad.


Sonrisitas mañaneras con mal aliento alimentaban el corazón de Pluto, despertaba al lado de los pechos más hermosos de la ciudad; todo era completo, hasta el café de las mañanas sabía mejor, desde que ella pasaba las noches en su departamento todo estaba más ordenado y había comida saludable en la nevera.  La mañana trepaba las sábanas de la cama, y ellos tendidos en su lecho hablaban de sus planes antes de preparar el desayuno,  imaginaban televisores más grandes, autos nuevos, una mansión lujosa con un jardín enorme donde jugarían sus cinco hijos junto a los perros y el sol brillante. 

Todo iba bien hasta que ella empezó a utilizar ese perfume de Calvin Klein; A Pluto no dejaba de picarle la nariz, sentía que el fuerte olor dulce se metía en lo más profundo de su sentido del olfato y le  llegaba hasta el cerebro contaminándole los pensamientos. Ideaba miles de formas de desaparecer el perfume, esconderlo bajo la cama, botarlo a la basura, fingir que se le caía al suelo por accidente, y la última opción, decirle a Andrea que su perfume olía horrible. Ya toda la casa estaba llena de Calvin Klein, las sábanas de la cama, el baño, el cuarto, hasta la comida tenía sabor a perfume, Andrea cocinaba y todo quedaba con el ligero  toque de ese aroma , maldito el día en que se idearon esa fórmula química que dio como resultado ese olor tan perturbarte. 

Entonces, un día remoto cuando los gallos que cantaban por la madrugada no hicieron ruido, Andrea pegó un grito en el baño y sonaron los cristales endurecidos que se quebrantaron frágiles contra el suelo.  Pluto saltó de la cama a ver qué había pasado, y se quedó parado inmóvil frente a la escena, la muerte del perfume había sido ocasionada por su propia cuidandera, y el ya no tendría que matarse la cabeza pensando en el homicidio accidental de la fragancia. Esa misma noche, Pluto se llevó a Andrea a cenar para celebrar, ella no sabía la causa repentina de alegría en su novio, pero no le interesó preguntar. 

Cuando llegaron a la casa a altas horas de la noche, después de tomar mucho vino y reír como chiflados, el olor del perfume no se había ido. 

–Huele delicioso– Dijo Andrea en voz alta

–Huele hediondo– replicó Pluto un poco ebrio de tanto vino blanco.

Andrea lo miró agrandando los ojos:

–Pero si huele al perfume que se regó esta mañana.

–Por eso– Pronunció Pluto con un aire relajado y ausente.

–Sabía que lo odiabas–

–¿Lo sabías? –

–Sí– Respondió Andrea divertida

–¿Entonces por qué lo usabas? –

–Porque me gusta–

–Que va, lo hacías para joderme–

–A veces–

Pluto la soltó de las caderas y se fue furioso a su alcoba, se acostó y se tapó la cara con las sábanas y el cubre lecho floreado. Más tarde unas caricias generosas lo despertaron, eran las manos frías y escurridizas de Andrea que formaban figuras imposibles en la piel de su espalda; él intento permanecer insensible a sus encantos , pero cedió a la tentación peligrosa de los pechos suaves y el cabello largo y castaño.

 Al día siguiente el olor del perfume ya se había ido de la casa, pero todavía quedaba el aroma en el baño. Pluto hizo de todo, lo lavó con jabón, con cloro, e incluso utilizó los remedios de las abuelas para quitar el olor a zorrillo, pero nada funcionó, el baño quedó oliendo por siempre a “Eternity Moment” de Calvin Klein, igual que la mancha del tapete de la sala quedó oliendo por siempre a Dubonnet después del año nuevo. 



jueves, 5 de enero de 2012

Volar.

El sol hacía que el cemento de la cancha hirviera, había tocado el piso con mis pequeñas manos antes de que todos salieran a descanso, casi me quemo, estaba casi tan caliente como el chocolate que sirve mamá por las mañanas.  Sonó la campana para salir a recreo, los alumnos como ratas de laboratorio condicionadas salieron de sus jaulas a buscar el queso. Yo me alejé de la cancha con mi pelota de caucho, jugaba con la pared, ese jodido muro era el único que me lanzaba la pelota de vuelta. Los profesores siempre se me acercaban a preguntarme por qué yo no jugaba con los otros niños, y yo sólo permanecía en silencio, admirando el rojo brillante de la esfera que siempre me acompañaba.

Juegos maravillosos de pokemones y astronautas me esperaban cuando llegaba a casa,  todos mis juguetes se movían al compás de la imaginación, de las creaciones, de una realidad que yo mismo creaba en mi mundo de plástico y pinturas de colores. En las clases miraba por la ventana y observaba como las hojas del árbol se movían maravillosamente cuando el viento soplaba; pensaba en lo grandioso que debía ser volar, ver los edificios más grandes del tamaño de una hormiga. 

-Yo quiero volar un avión algún día mamá-

-¿Un avión Frank?-

-Si mamá, sueño con ello cuando estoy en clase de matemáticas-

Volar, arrancar las cadenas de la gravedad que envuelven los pies, que te hacen pesado, que te amarran a la tierra y a la realidad. Me acostaba sobre el césped y miraba las nubes, buscando formas imposibles que albergaban en el infinito, que albergaban en mis deseos. El viento acompañaba sigilosamente mis fantasías, y yo las recreaba con pequeños aviones de papel.


Lejos, lejos, lejos...