Líneas formando palabras que
acarician los oídos del músico que compone mientras mira el atardecer, un sol
muriendo tras las montañas, la calidez se sacrifica para dejar nacer a la luna
que con su luz blanca toca los techos y los rostros de las almas cansadas. Ah,
que sospechosa es su mirada incandescente cuando le atraviesa el corazón, sin
piedad rasguña lo que hay adentro, ella no lo sabe, no sabe nada, sólo
contempla el tiempo mágico y tortuoso que pasa durante las conversaciones
calladas.
El otro día miré hacia mi interior, había un desierto nocturno con unas dunas gigantes, agonizaban y
entristecían porque no querían ser polvo; cada grano era un pedazo de mí,
fracturado y echado en el suelo, siendo soplado y manipulado al antojo del
viento. Que triste visión aquella, recuerdo que todo parecía angustioso, la
única esperanza en aquel paisaje era el cielo estrellado acompañado por una
luna grande que con piedad intentaba iluminar el polvo seco de mi ser
despedazado. Pensé por algún tiempo, que esa luna, era ella, sonriéndome, pero se
esfumó su presencia y el paisaje seguía igual, aquél ser brillante ya
no tenía nombre. Me pregunté ¿Quién era? Y supe que era yo, gritándole al panorama
entero que la luz siempre estuvo adentro, no afuera, no estaba en ningunos
ojos, en ninguna sonrisa, en ningún nombre ni en ningún rostro, era yo y
siempre fui yo, el ser más brillante que existe.